Empezó su transformación temprano, al amanecer.
Lo había planeado todo al detalle para que nada fracasase. Tardaría el día entero y no quería arriesgarse a tener problemas a causa del tiempo. Asió el primer pincel y lo alzó ante sí. Escuchaba los tambores que sonaban en la cinta, grabada por él, del radiocasete que estaba en el suelo. Contempló su cara en el espejo. Luego trazó las primeras líneas negras en la frente. Notó que tenía la mano firme, que no estaba nervioso, pese a que era la primera vez que se pintaba su camuflaje de guerrero. Lo que hasta ese momento había sido una huida, su manera de defenderse contra todas las injusticias a las que siempre había estado expuesto, se convertía ahora en realidad. Con cada línea que se pintaba en la cara parecía dejar atrás su vida anterior. Ya no había retorno posible. Precisamente esa noche el juego había acabado para siempre y se iría a una guerra en la que las personas debían morir de verdad.
La psicología de un asesino en serie, que además es menor de edad.
Jóvenes, niños aún, que pueden cometer crueldades como las que se
suceden en la persona de un ex ministro de justicia, un marchante de
arte, un vulgar ladrón y un asesor financiero de sociedades fantasmas,
todos salvajemente asesinados con un hacha a los que como similar ritual
se les arrancó la cabellera. Peor, aún hay estómago para no comprender
el peor de los suicidios, el de una joven asustada que se quema a lo
bonzo. Todas las víctimas estaban de alguna forma conectadas a su vez en
asuntos turbios que conducen a la trata de blancas. Estamos en uno de
los veranos más calurosos, 1994, de Suecia, y el Mundial de Fútbol
desata pasiones. Pero Mankell tiene la costumbre de despistarnos desde
el mismo comienzo, (el prólogo por ejemplo) cuando mueve la cámara fuera
de campo, a otro lugar, a otro tiempo, desliz que a su vez tendrá una
correlación con el punto final.
Parece como si avanzáramos en cámara lenta, en un espacio
tridimensional donde las intuiciones de la sensibilidad de Wallander se
proyectan traspasando la dimensión del crimen, y la recepción del
lector. No deja la costumbre, Mankell, de terminar cada capítulo con un
pequeño sobresalto que nos pone en guardia. Ni olvida sus digresiones,
haciéndolas habitar en Wallander, sobre la vida policial, el mundo que
habita, el amor, la soledad, la melancolía o el peso de los años. “Decidió
que en ese momento estaban sumergidos en una época que se podría llamar
el tiempo de los fracasos. Las ilusiones que se habían forjado
resultaron ser menos sólidas de lo esperado. Creían edificar una casa y
lo que hacían en realidad era erigir un monumento sobre algo ya pasado y
casi olvidado. Suecia se derrumbaba alrededor de él, como un sistema
político de estantes gigantescos que se viniera abajo…