En
lo alto del pueblo, en la cima de la loma, estaba el ángel de
piedra. Vete a saber si seguirá aún allí, en memoria de aquella
que entregó su débil espíritu cuando yo obtuve el mío, tan
obstinado, el ángel de mi madre que mi padre compró orgulloso para
señalar dónde yacían sus huesos y proclamar su dinastía, como él
creía, por siempre jamás. En verano y en invierno, contemplaba el
pueblo con sus ojos ciegos. Era doblemente ciego, no sólo por ser de
piedra sino porque lo habían privado incluso de la pretensión de la
mirada. Quienquiera que lo hubiese esculpido había dejado vacías
las órbitas de los ojos. Me parecía extraño que estuviese en lo
alto del pueblo animándonos a todos a ir al cielo, sin tener ni idea
de quiénes éramos.
Margaret Laurence (1926-1987) es conocida por ser la autora de la “serie de Manawaka”, un conjunto de novelas de las que El ángel de piedra
es la primera. Ambientada en un lugar ficticio, una localidad rural de
Canadá, esta obra recoge las singulares memorias de Hagar Shipley, una
mujer huérfana de madre educada por su padre, un escocés orgulloso de su
origen que regentaba la tienda principal de Manawaka. Hagar, la narradora, tiene ahora noventa años. Vive con su hijo
Marvin y su nuera Doris. Ha desarrollado un carácter complicado, pues
disfruta lanzando su “lengua caprichosa” contra Doris, su hijo y todo
aquel que se ponga delante. Aunque tiene la cabeza en su sitio, ya son
frecuentes los olvidos y los problemas de salud, y aumentan las
dificultades para atenderla. Por eso, Marvin y Doris, superados por su
carácter, han pensado que lo mejor es que ingrese en una residencia de
ancianos.
A la vez que la protagonista cuenta su accidentada vida presente,
cada vez más le asaltan los recuerdos del pasado. Frecuentemente vuelve a
la casa familiar de Manawaka, habla de su padre y sus hermanos, de su
matrimonio con Bram, no bien visto por su padre. Luego describe la dura
vida en la granja, para la que no estaba preparada, la llegada de los
hijos –Marvin y John–…
Laurence ha sabido dar voz a una mujer auténtica, nada complaciente,
que fue educada en un mundo en el que, especialmente para las mujeres,
las apariencias eran la clave de todo. Quizás Hagar, mujer orgullosa, no
sea capaz de asumir su realidad y acabe trasladando a su marido y a sus
hijos esa obsesión por el qué dirán. Este orgullo le impide disfrutar
de la vida y, a la vez, ser más comprensiva con sus hijos y con un
marido que no es precisamente un genio ni para los negocios ni para el
trabajo. Al final de sus días, ha resuelto decir y hacer lo que le venga
en gana, aunque ello suponga frecuentes enfrentamientos con su hijo y
su nuera.