Texto y Dirección Marcos Layera Con Diego Acuña, Nicolás Cancino, Lucas Carter, Mónica Casanueva,
Carolina Fredes, Imanol Ibarra, Carolina de la Maza, Pedro Muñoz y
Jonathan Serrano.
Ocho cuerpos se mueven por el escenario en misteriosas sacudidas.
Marchan, entrenan y celebran, pero no está claro si sus movimientos
hablan del sufrimiento o de la alegría, del orgullo o del miedo. Juntos
forman un cuerpo de seguridad, un organismo mecánico y convulso
compuesto por cuerpos estrictamente disciplinados. Educados para
perpetrar la violencia contra sí mismos y contra los demás, lo que se
inscribe en sus cuerpos impregna todos los niveles de su ser y vivir.
¡Mantener el orden!, es el imperativo. En un espacio museístico
abstracto, fuerzas de seguridad, sus víctimas y figuras fantásticas del
terror se reúnen en un ritual de confesión, expiación y denuncia. El montaje, inspirado en la brutal represión de las protestas de 2019 y 2020 en Chile. La obra comienza en un museo, un vigilante, uniformado, pulula por el
escenario, un gran cuadro con un fantasma preside el espacio. Quizá
Pinochet. Los próceres se han convertido en fantasmas, entramos en un
espacio simbólico, metafórico, que se viste de pesadilla. El vigilante
se mueve como un autómata, de manera sincopada, pseudorrobotizado,
alienado, sin ser dueño de sus propios actos. Este será el movimiento
que regirá durante toda la obra. Pasarán así escenas donde estos seres
se multiplican en número, tienen las orejas puntiagudas, parecen
aprender a tirar del pelo del otro, a ahogarse, a inmovilizar. No llevan
uniformes, nada los identifica con los pacos, como llaman a la policía chilena.Y quizá sea este uno de los problemas del espectáculo. Las coreografías
no dejan de ser ilustrativas, cerradas en un código de movimiento
limitado que después de más de una hora no da para más. Es ilustrativa
la escena donde vemos a unos pijos, clase alta chilena, con jerseys al
cuello, llevar ese movimiento robotizado al extremo mientras se
embadurnan y beben kétchup como locos. El significado de la escena es
claro, la metáfora es incluso de brocha gorda. El problema es que, si
bien en esta obra se intenta trabajar con las poéticas del cuerpo, se
intenta construir a través del cuerpo, el trabajo que con este se
realiza es plano.
La obra acaba en una escena que resume a la perfección la concepción del
teatro de este chileno. A una mujer le traen el ataúd de su hijo
muerto, ella llora, se desgañita, rompe el ataúd a puñetazos, dentro en
vez del cuerpo de su hijo la madre encuentra arena. Los autómatas cogen a
la madre, la torturan, la vejan y la portan al patio de butacas
dejándola desnuda y muerta en una de las butacas libres. Allí se quedará
hasta que se vaya el último espectador. La escena es maniquea, fácil,
gruesa. La actriz interpreta justito el dolor de una madre ante la
muerte de su hijo. Pero al mismo tiempo, aquella actriz, ahí abandonada
en platea, desnuda, masacrada, inerte, mientras la obra continua, es de
una fuerza abrumadora.