El primero de los hipopótamos, un macho del color de las perlas negras y tonelada y media de peso, cayó muerto a mediados de 2009. Había escapado dos años atrás del antiguo zoológico de Pablo Escobar en el valle del Magdalena, y en ese tiempo de libertad había destruido cultivos, invadido abrevaderos, atemorizado a los pescadores y llegado a atacar a los sementales de una hacienda ganadera. Los francotiradores que lo alcanzaron le dispararon un tiro a la cabeza y otro al corazón (con balas de calibre .375, pues la piel de un hipopótamo es gruesa); posaron con el cuerpo muerto, la gran mole oscura y rugosa, un meteorito recién caído; y allí, frente a las primeras cámaras y los curiosos, debajo de una ceiba que los protegía del sol violento, explicaron que el peso del animal no iba a permitirles transportarlo entero, y de inmediato comenzaron a descuartizarlo. Yo estaba en mi apartamento de Bogotá, unos doscientos cincuenta kilómetros al sur, cuando vi la imagen por primera vez, impresa a media página en una revista importante. Así supe que las vísceras habían sido enterradas en el mismo lugar en que cayó la bestia, y que la cabeza y las patas, en cambio, fueron a dar a un laboratorio de biología de mi ciudad. Supe también que el hipopótamo no había escapado solo: en el momento de la fuga lo acompañaban su pareja y su cría -o los que, en la versión sentimental de los periódicos menos escrupulosos, eran su pareja y su cría-, cuyo paradero se desconocía ahora y cuya búsqueda tomó de inmediato un sabor de tragedia mediática, la persecución de unas criaturas inocentes por parte de un sistema desalmado. Y uno de esos días, mientras seguía la cacería a través de los periódicos, me descubrí recordando a un hombre que llevaba mucho tiempo sin ser parte de mis pensamientos, a pesar de que en una época nada me interesó tanto como el misterio de su vida. Durante las semanas que siguieron, el recuerdo de Ricardo Laverde pasó de ser un asunto casual, una de esas malas pasadas que nos juega la memoria, a convertirse en un fantasma fiel y dedicado, presente siempre, su figura de pie junto a mi cama en las horas de sueño, mirándome desde lejos en las de la vigilia.
El ruido de las cosas al caer narra las desventuras de una
generación que durante su infancia y adolescencia padeció el horror de
la violencia engendrada por el narcotráfico, y que apenas comienza a
desprenderse de él. Violencia de los cárteles contra el Estado, del
Ejército contra los cárteles y contra el frente guerrillero, violencia
legal y también paramilitar. Diez años terribles duró esa pesadilla, de
la que finalmente parecen salir. Antonio, el protagonista de esta
novela, estudia, se casa, su hija está por nacer. Camina por una calle
bogotana. Se escucha el ruido de una moto y luego la metralla. Todo cae a
su alrededor. Como el ruido –metales y voces confundidos– de un avión
al caer. Y luego el miedo como un eco permanente. Porque parece que ya
todo terminó. Que la guerra se acabó. Pero el miedo y sus secuelas no se
borran. Una cicatriz indeleble sobre el cuerpo colombiano. Ese miedo
que con mano maestra describe Juan Gabriel Vásquez.
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