El maestro Juan Martínez que estaba allí M. Chaves
A la sombra
espectral del Moulin de la Galette, en el calvario pedregoso de la rue Lepic,
deslizándose junto a los jardincillos empolvados de los viejos estudios de
pintor, que huelen a permanganato y aguarrás; cobijándose en las grietas de la
desvencijada plaza de Tertre, en aquel paisaje lunar que es hoy el corazón de
Montmartre, va haciéndose viejo mi amigo Martinez.
Martínez es
flamenco, de Burgos, bailarín. Tiene cuarenta y tres años, una nariz
desvergonzadamente judía, unos ojos grandes
y negros de jaca jerezana, una frente atormentada de flamenco, un pelo requeté
peinado de madera charolada, unos huesos que encajan mal, porque,
indudablemente, son de muy distintas procedencias –arios, semitas, mongoles- , y
un pellejo duro y curtido como el cordobán.
Las peripecias
de una pareja de bailarines sorprendidos por la revolución rusa en 1917, sin
poder escapar. Van de San Petersburgo a Moscú y Kiev y sufren los rigores de
los inviernos, el hambre, el miedo, que provoca la sangrienta guerra civil.
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