El Chino de Henning Mankell
Karsten se detuvo a la entrada del pueblo y salió del coche. La capa de nubes había empezado a abrirse, puede que entonces la luz le resultara más molesta y tal vez fuera menos expresiva. Miró a su alrededor . Se veían casas aquí y allá, todo estaba en calma. Oyó en la distancia el sonido de los coches que transitaban por la carretera principal.
Una incierta sensación de inquietud lo invadió de pronto. Contuvo la respiración , como solía hacer cuando no comprendía lo que tenía ante sí.
Después cayó en la cuenta. Eran las chimeneas. Estaban frías. No veía el humo que se convertiría en ese detalle espectacular de las fotografías que esperaba poder hacer. Muy despacio, paseó la mirada por las casas. Alguien había estado retirando la nieve fuera, se dijo. Sin embargo, nadie se ha levantado aún para encender los fogones y las chimeneas. Recordó la carta que le había escrito el hombre por el que supo de aquel pueblo. Él le había hablado de las chimeneas; de que las casa, como niños, parecían enviarse señales de humo.
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