Primero escupió, luego expulsó los restos del humo agazapado en sus pulmones y finalmente lanzó al agua, propulsándola con sus dedos, la colilla mínima del cigarro. El escozor que sintió en la piel lo había devuelto a la realidad y, de regreso al adolorido mundo de los vivos, pensó cuánto le hubiera sabido saber la razón verdadera por la cual estaba allí, frente al mar, dispuesto a emprender un imprevisible viaje al pasado. Entoncés empezó a convencerse de que muchas de las preguntas que se iba a hacer desde ese instante no tendrían respuestas, pero lo tranquilizó recordar cómo algo similar había ocurrido con muchas otras preguntas arrastradas a lo largo y ancho de su existencia, hasta llegar a aceptar la maligna evidencia de que debía resignarse a vivir con más interrogantes que certezas, con más pérdidas que ganancias. Tal vez por eso ya no era policía y cada día creía en menos cosas, se dijo, y se llevó otro cigarro a los labios.
Desfilan por sus páginas Toribio, el criador de sus gallos de pelea;
Calixto; el marinero Ruperto. Se nos ofrecen las claves biográficas de
la mayor parte de sus novelas y relatos, de sobras conocidas y, muy
difuminada, su vida familiar -- la finca de La Habana que compró en
1941;
sus dificultades con el FBI, la acusación de comunista que le
acompañó desde la guerra de España, su afición taurina, su actividad
aventurera antinazi, los lugares habaneros que frecuentó. Pero, ¿y el
cadáver y la trama policíaca? Son la mera excusa para convertir un
fragmento ensayístico y biográfico en novela. Ni que decir tiene que La
Habana constituye el telón de fondo ideal para una historia donde el
crimen es casi un accidente y Hemingway visto por Padura el verdadero
argumento.
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