El manuscrito de piedra L.García Jambrina
Un año más, tras unas cortas vacaciones de verano en su pueblo de origen, Fernando de Rojas volvía a Salamanca con el propósito de proseguir sus estudios. Antes de cruzar con su mula el puente romano, se detuvo un momento para contemplar la ciudad al otro lado del río. Casi enfrente, mirando un poco a la derecha, comenzaba la cuesta que, tras pasar por la Cuesta de los Ajusticiados y atravesar la puerta del Río, llevaba hasta la Iglesia Mayor o de Santa María de la Sede, en la que destacaba su original cimborrio coronado por una veleta con forma de gallo, símbolo de la Iglesia vigilante, que cuadraba muy bien con ese aire de fortaleza que tenía el edificio, gracias a sus almenas y a su torre mocha. Pero, a pesar de ser la catedral, no era tan grande como se esperaría de una ciudad de unos veinte mil vecinos, de los que cerca de siete mil eran estudiantes, y con una Universidad tan notoria como la de Salamanca, una de las más renombradas, junto con las de París y Bolonia, de toda la Cristiandad.
Estupendo decorado para una novela entretenida.
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